Con el talento y la clase magistral del «¡U-ru-guayo!», el periodista y escritor Ariel Scher deleita con su texto acerca del 10: un exqusito regalo para el 61° cumpleaños de un ídolo mayor en la galaería académica.
Allá arriba, en el cielo de la tribuna, hervidos bajo soles impiadosos o ensopados por lluvias sin final, nosotros podíamos desconfiar del futuro, dudar del amor o sospechar de los poderes, pero siempre creíamos en Rubén Paz.
Siempre.
El tipo era muchas cosas al mismo tiempo. Un profesor de geometría, por ejemplo. Sí, tal cual. Tenía amistad con los ángulos de los arcos y, generoso como corresponde ser en las amistades, les regalaba pelotazos perfectos que llegaban ahí, a esos ángulos, envueltos en buen gusto. Dominaba cada curva y cada recta, Rubén Paz, y acaso por eso lanzaba tiros libros que viajaban por los trayectos posibles y, también, por los imposibles. Uno de esos tiros libres, quizás no el más famoso, migró desde el suelo hasta la red en un partido con Gimnasia. Fue tan exacto y tan pleno que si alguien se hubiera atrevido a dibujarlo, habría parecido una exageración. Y un poco resultaba una exageración: Rubén Paz era, en alguna medida, una exageración de las maravillas que nosotros soñábamos a través del fútbol.
Y no sólo un profesor de geometría, Sobre todo, un artista. O una verificación de que a la gente que va al fútbol le gustan más cuestiones que hacer más goles que los rivales: si brota el arte, el arte fluye hasta el corazón y hasta los aplausos de cada persona de la hinchada. Rubén Paz brillaba en los duelos más esperados: inolvidables, desde luego, sus conciertos de luces frente a Independiente (ese golazo en el que recibió largo de Fillol, se sacó de encima la marca de Monzón y le pasó un pincel al botín zurdo para mandar la bola adonde ni el arquero Vargas ni el universo podían frenarla), sus audacias en unos cruces especiales con River o con San Lorenzo, su imaginación al servicio de la Supercopa de 1988.
Sin embargo, lo suyo excedía esas funciones de gala. Rubén Paz hacía algo todavía más complejo: encendía lo extraordinario en medio de la nada. En partidos tediosos, en tardes en las que casi tentaba más conversar sobre el clima que sobre lo que ocurría encima del pasto, él generaba chispas, cuadros, mínimas obras maestras. Si tres contrarios lo ahogaban a milímetros del banderín del córner, no entendíamos cómo pero se las arreglaba para detectar una ruta que lo dejaba libre y a esos contrarios casi chocándose las cabezas. Si un pase avanzaba sucio y un adversario andaba a punto de cortar el recorrido, no comprendíamos cómo pero movía apenitas el cuerpo y la pelota se le apoyaba feliz en los pies con ese adversario parpadeando asombrado y semivencido. Jugaba como un crack de las grandes y de las pequeñas circunstancias. Le alcanzaba para todo.
Allá arriba, en el cielo de la tribuna, nosotros nos educamos en desafinar ese «Uruguayo, uruguayo» que desde su aparición inaugural se instaló rumbo a la eternidad en nuestras gargantas. Lo cantamos como un himno, como un gracias, como un te quiero, como si pronunciáramos Racing.
El tiempo es empecinado y, a veces, nos gasta un poco. Nuestra resistencia a los soles impiadosos o a las lluvias que ensopan seguro que se gastó, aunque sea un poco, con los años y con los partidos. Pero eso es un detalle.
Lo que de verdad importa es que allá arriba, en el cielo de la tribuna, o en el rincón del mundo en que estemos, hay cuestiones que no se rompen, que no se dañan y que nos abrazan la alegría y la esperanza: seguimos creyendo en Rubén Paz. Siempre.
Ariel Scher
Si querés seguir informado con toda la actualidad de Racing Club seguinos en nuestras redes sociales (Twitter o Facebook), suscribite de forma gratuita de nuestro Canal de Telegram o en Google News.
(Racing Club)