-¿Por qué estás acá?
-Porque soy de Racing.
Hay algo de la lealtad que enamora a la pasión. Ser de Racing, que no es lo mismo que ser hincha de Racing. Ese orgullo que produce la incondicionalidad, ese sabor único de mimetizarse con un escudo, esa sensación de formar parte de una patria capaz de vencer al tiempo biológico. Dos, tres, cuatro y hasta cinco generaciones detrás de una misma camiseta. Lo definió El Ñato, el protagonista de la emblemática película El hincha: “¿Y para qué trabaja uno si no es para ir los domingos y romperse los pulmones en las tribunas hinchando por un ideal?”. Lo sinterizó esa bandera que reza “Me hacés olvidar que me falta guita” en un país en el que a más de la mitad de la población le cuesta demasiado llegar a fin de mes. Lo sentenció el hit de estos días que conmueve con el “acá no importa el resultado, yo te sigo a todos lados”. Lo escribió mejor que nadie el periodista Carlos Juvenal el 31 de diciembre de 1984, en una nota publicada en el diario La Razón, luego de que se escapara la chance del ascenso a Primera ante Gimnasia: “Mi viejo Racing, te quiero”.
Hay algo de la derrota que enamora a la pasión. No hay contradicción sino, a lo sumo, paradoja. No es que perder no duela, no frustre, no golpee. No es que no importe ganar. Pero el amor no tiene nada que ver con el triunfo o, como dijo alguna vez Marcelo Bielsa, “el éxito y la felicidad no funcionan como sinónimos”. “El sentido del dolor presupone una narrativa que integra la vida en un horizonte de significado”, escribió el filósofo Byung-Chul Han. ¿Si no cómo se explica la peregrinación que colmó Parque Patricios un miércoles a la tarde para ponerle la otra mejilla a la ilusión hecha añicos? ¿Si no cómo se entiende que no alcancen ni las entradas ni los chárters ni los hoteles para contener la marea celeste y blanca que cruza buena parte del país aferrada a la esperanza de que el último baile del año termine como no terminaron los anteriores?
Los micros que parten desde el Cilindro salen a las 23 del sábado: una odisea estimada en 35 horas para un partido que acaba durando 120 minutos. El costo que miles y miles eligen gustosos pagar para perseguir un amor. “Para el hincha que lo es hasta la médula de sus huesos, el fútbol espectáculo seguramente existe, sólo que uno no está en condiciones de apreciarlo”, asegura Nick Hornby, el autor del libro Fiebre en las gradas. “Este club me regaló muchos de los mejores momentos de mi vida y fue mi refugio en varios de mis días más tristes. No podía no acompañarlo en ésta”, susurra durante la madrugada del domingo una chica que no logra conciliar el sueño.
-Cuando Racing gana, lo queremos; cuando pierde, lo queremos más.
Eso le dice un papá a su hija más chiquita cuando caminan de la mano rumbo a la popular norte del Estadio La Pedrera. Hace calor y mucho. Todavía falta una eternidad para las 17. Aguas, cervezas, remeras en las manos, lentes de sol, gargantas al palo. Lo que se denomina un ritual pagano. Hasta que hay gol de Boca y los fantasmas retornan. ¿Puede pasarnos otra vez? Pero Rojas patea de lejos y la pelota se mete. Los nervios se acumulan, las cuerdas vocales se desgranan. Llega el entretiempo y nadie se sienta y nadie se calla: que el mundo se entere de que acá está la banda de la Acadé para alentar todo lo que haga falta. Lo que se llama una fiesta. Las miradas se cruzan angustiadas cuando Pol Fernández cabecea solo adentro del área. Las manos estrujan las cabezas cuando el derechazo de Alcaraz da en el palo. Aguantar lo que venga, como en Huracán hace unos días.
El alargue se devora la tensión. Amenazan los penales, el recuerdo de la cancha de Lanús, el miedo a que la suerte tire de nuevo paredes con la injusticia. Pero hasta ahí: antes de que el tiempo se muera, centro de Piovi, cabezazo de Alcaraz y un estallido que estremece por lo épico. “Luchar, fracasar, volver a luchar, fracasar de nuevo, volver otra vez a luchar y así hasta la victoria: esta es la lógica del pueblo”, dijo Mao Tse-Tung. Y Racing también es pueblo. La sensación de que este equipo no se rinde nunca y de que se levanta de cuanto cachetazo recibe. Hasta el final. Siempre. Lo certifica una chica a la que se le empañan los ojos. Se seca las lágrimas con una camiseta de mil batallas, se cuelga de los hombros de su tío y sonríe ancho. Por eso remite a justicia, huele a familia, que los jugadores terminen tirados en el césped, rodeados de sus seres queridos, con la gente coreando apodos y repitiendo esas palabras que se paladean como ninguna: “Dale campeón, dale campeón”.
La vuelta es entre birras, cocas y un aire de desahogo potente. Una señora que ya cruzó la barrera de los 70 se acerca hasta una casa a la vuelta del estadio que oficia buffet y pide que al chori de ella le pongan salsa criolla y lo que venga: no es una noche más y no piensa escatimar ingredientes. Dos hombres que se abrazaron mucho y seguido en las malas se cruzan y se abrazan de lo lindo en la pista de autos que funciona como peatonal de la alegría. Un pibe, con el Cilindro tatuado en la espalda, le habla bajijto a su novia y le asegura lo esencial: “Tencodo valió la pena”. En un auto que arranca con las ventanillas bajas, se escucha una canción de Los Redondos que, a esta altura, reluce como moraleja: “El que abandona no tiene premio”. Después de tanto luchar, después de tanto insistir, Racing gritó eso que tenía atragantado. Y no es poco. Y no es menor. Y es que hay algo de la derrota que enamora, pero no sólo de la derrota: hay algo de la victoria, sobre todo cuando cuesta, sobre todo cuando se sufre, que también lleva adentro la magia del amor.
(Prensa Racing Club)