Por qué queremos tanto a Lisandro | Racing Club

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Desde su incoporación en Inferiores hasta sus días de consagración, Lisandro López fue ejemplo a seguir: compromiso profesional, amor sin condiciones por los colores, liderazgo ejercido con la conducta, sentido colectivo sobre el interés individual. Esta nota, como señaló el periodista Ezequiel Scher, su autor, está dedicada «a los nenes y a las nenas, para que sepan que tuvieron un héroe».

Fue antes de la final. Miguel Ángel Micó, coordinador de Lanús, se acercó a los rivales y les dijo que quería probar al delantero categoría 83, pero que no se lo dijeran antes del partido. Lo sintió ideal para hacer dupla en ataque con Cristian Fabbiani. El equipo del Municipio de Rojas había sido la sorpresa de los torneos bonaerenses. Aun así, coronaron los granates. Se acercó, le pidió sus datos y le avisó que debía presentarse en tal fecha. Pero Lisandro López nunca apareció. Coincidía con la fecha de su viaje de egresados y prefirió a sus compañeros de siempre que a someterse a una prueba más. Unos meses más tarde, a Micó se le venció el contrato en Lanús y recibió el llamado académico para sumarse a Racing. Canceló unas vacaciones en México y pegó la vuelta a Avellaneda. Se obligó a una gestión. Marcó el teléfono, lo llamó y le pidió por favor: “No hay prueba, venís y te fichamos directo”. Los papeles se demoraron. Mandó a Roberto Ottavini, entrenador de arqueros, hasta Rafael Obligado para que el papá y la mamá autorizaran el fichaje. Entró recién en la fecha cuatro, en la cancha de Atlanta, contra el Argentinos de Leonardo Pisculichi y Gastón Machín. Salió 3-3. Silencioso y brillante, la primera vez en que Licha jugó para Racing metió tres goles.  

Antes, pensaba que no era justo. Lo depositaban sobre el césped veinte minutos con diez chicos a los que desconocía y no se sabía qué pretendían. Como 45 veces lo intentó: en Rosario Central, en Newell’s, en Boca, en San Lorenzo, en Vélez, en Lanús. Le molestaba el sistema porque ya había aprendido a cuestionarlo. El destino lo tenía como a su papá: un nueve con técnica atascado en el tamiz de las pruebas de Chacarita y de Loma Negra, el equipo de la cementera de los Fortabat. Había accedido al arte de la pelota en Rafael Obligado, uno de los pocos pueblos argentinos con nombre de poeta, capital nacional de la galleta, donde salía a la puerta de la casa a mirar si en la plaza de enfrente había alguien para patear. Con los vecinos se conocía desde el jardín de infantes porque había un solo colegio  y todos pasaban por ahí. Tan íntimo que su mamá era maestra. Su planeta era esa casa de dos cuartos, un comedor, la perra, un gallinero y un patio compartido con la casa de al lado, la de sus abuelos paternos. El exterior era solo un escenario al que llegaba gambeteando con la camiseta rojinegra de Jorge Newbery, un club del partido de Rojas. En las entrañas de la Provincia de Buenos Aires, lo descubrió Micó. Que no es lo mismo que colonizó. Porque Lisandro López, que sólo atesora un repasador que le regaló su madre antes de emigrar a Portugal en 2005, nunca cambió.

Inauguró el Hongo, la actual pensión, al lado de la pileta. Su primer brillo fue en Quinta. Que un delantero que jugaba por las bandas se volviera el goleador del equipo sorprendió a todos. Lo convocaron para la pretemporada. La vida le debía una trampa más: se rompió el quinto metatarsiano. La operación lo derrumbó. Pensó en anotarse en Ciencias Económicas en la Universidad de Junín. A Diego Milito -que también estudió para contador- lo había convocado Marcelo Bielsa para unos amistosos de la Selección y no viajó con sus compañeros. El preparador físico, Javier Valdecantos, lo iba a ayudar con una rutina especial para que no perdiera ritmo. Le pidió un favor: “Si no te molesta, quiero sumar a un chico de la Reserva que se está recuperando: es Lisandro López”. Para la segunda práctica, ya habían armado un mapa: el 22 lo levantaba al 15 por la 9 de Julio y marchaban juntos. Licha todavía recuerda y agradece unos botines Nike que su antecesor en las vitrinas de la idolatría le regaló. 

Fue una noche fría. El 14 de junio de 2003, Racing ganaba 2-0 y Vélez se lo empató 2-2. El Nene Commisso ejercía de interino y a los 39 del segundo tiempo lo mandó a la cancha. Antes de arribar al club, Licha nunca había visto un partido en un estadio en Buenos Aires. El Cilindro fue su primera inmensidad. Ángel Cappa aterrizó para el segundo semestre. Empezó a iluminar en cada práctica y rompió la matrix el 12 de octubre de ese año. La Academia perdía contra Lanús, el entrenador lo convocó para que entrara, lo vio nervioso y le susurró al oído: “Ahora andá, gambetealos a todos, divertite y meteles la pelota hasta en el culo”. Eso hizo y se volvió cábala. Cada vez que iba a entrar, le sacaban los nervios con algún chiste. 

Aunque nunca lo enrostró, su primer logro en Racing llegó en el Clausura 2004. Desde 1969, con los 14 gritos del brasileño Walter Machado da Silva, que Racing no coronaba un pichichi de la liga. Licha metió 12 goles y quedó 4 arriba de Jeremías Caggiano, de Huracán de Tres Arroyos.  

La primera noche contra Vélez ingresó por Guillermo Rivarola, que en 2005, como entrenador, lo llevaría a tope. La vuelta de Diego Simeone al fútbol argentino le dio al mediocampo una seguridad defensiva que se transformó en creatividad absoluta para los delanteros. Marcelo Guerrero y Licha, dos atacantes completos, ni extremos ni nueves, inflaron redes. En la octava fecha, el 10 de abril de 2005, en el Cilindro, estaba escrito algo del futuro. Todavía el técnico recuerda que en la semana habían hablado de que el Independiente de César Menotti iba a tirar el achique cada vez que pudiera. Trabajó con los dos puntas para que no se desesperaran, que se movieran  para que pudieran aparecer los volantes. Racing ya ganaba 2-1 y llegó el estruendo. Javier Pinola rechazó, Lisandro ganó la posición, superó a Javier Muñoz Mustafá y disparó al palo más imposible de Navarro Montoya. Casi desde la misma posición, quince años más tarde, con los mismos tres dedos en el aire, le rompió el arco a Ramiro Macagno, de Newell’s, en el día en que no supimos que era el último día. 

Ezequiel Videla, campeón mundial de las bromas, se lo recordó de camino al Libertadores de América. Ese 10 de abril de 2005, el del 3-1, se paró sobre las vallas de publicidad del Cilindro para celebrar su grito. Sabía que podía ser su último clásico, antes de que la vida lo llevara para Porto. “Vos, vendehumo, que fuiste contra los carteles a gritarlo solo”, lo gastaba, en febrero de 2016, el volante central campeón. Unos días antes, Racing había sellado su pase a la fase de grupos de la Libertadores, tras ganarle la preclasificación al Puebla. 

A los 52 minutos, ingresó por Milito. No había sido un encuentro de brillos, pero Independiente la metió en el minuto 85, tras una contra de Leandro Fernández. Se prendieron bengalas en el estadio: todo rojo. El partido se moría, Rodrigo de Paul controló sobre la banda, descargó para Oscar Romero, quien tiró un centro y ocurrió una explosión silenciosa. Licha cuenta que vio la pelota pegar en el palo y nada más. Corrió hacia un costado y se llevó el dedo a la sien: nunca de loco, siempre de pensar. Junto al del Chelo Díaz en el 9 contra 11 el más gritado por los hinchas celestes y blancos. En el vestuario, encaró al entrenador Facundo Sava, lo abrazó y le dijo: “Me pone muy contento por vos, porque sé que estás haciendo las cosas bien y esto nos va a servir”. Como si no se diera cuenta de que nada de esa historia hubiera sido como fue de no ser por él.

Había llegado desde Inter de Porto Alegre. “Esta es la camiseta que nunca dejé de querer. Es volver al afecto”, explicaba. Milito y Sebastián Saja lideraban un vestuario campeón que se proponía pelear la Libertadores, tras haber caído en los cuartos de final el año anterior. Concordia, Entre Ríos, ya era una de las ciudades más pobres de Argentina. Ese verano, las lluvias habían desbordado el río Uruguay y 20 mil personas habían perdido sus ropas, sus cosas y sus casas. Gustavo Bou era la figura de Racing y pasaba días desconsolados por lo que sucedía en su pueblo natal. Licha, que no lo conocía, lo encaró, se presentó y le anunció: “Mañana te voy a traer unos bolsos de ropa para que puedas llevarle a tu gente”. 

Ese año ocurrió uno de los días más tristes. En el minuto 92 de la Copa Bicentenario, Miguel Almirón aceleró, se sacó dos jugadores de encima y desbordó para que Brian Montenegro la empujara y Lanús le robara el título a Racing. Era una copa modesta, pero Licha estaba en un costado, en silencio, con los ojos aguantando las lágrimas. El Luli Aued lo miraba de costado. Quiso acercarse a darle ánimo. Le rompió el alma: “Ya está, yo nunca voy a poder ganar nada acá”. Todavía hoy Pancho Cerro recuerda la escena y afirma: “Lo que más quiero decir de Licha es que yo nunca vi a nadie que deseara tanto ganar algo en un club”. No claudicó. Nunca y dio una clase magistral de juego en la vuelta de los octavos frente a Atlético Mineiro.

Pasó en esos días en que la mala suerte se empacha de mala. Fue en 2017, en febrero, en un amistoso a los que todos le temen por la chance de desgracia. Racing recibió a Huracán en el Cilindro. La imagen en la televisión fue escalofriante: Licha, que volvió usando la 9 hasta que Videla liberó el 15, estaba tirado en el piso. Se le desgarró un ligamento de la rodilla derecha. Desde ese mes, hasta diciembre solo pudo convertir dos goles. El talento apabullante de Lautaro Martínez le sirvió para descansar su indispensable hegemonía. Hasta que debió reinventarse. Barajar y dar de nuevo las cartas.

La psicología denomina resiliencia a la capacidad de una persona para superar circunstancias traumáticas. El Racing del Chacho Coudet, una formidable máquina de atacar, se topó contra dos agujeros: la salida de Lautaro y la caída ante River por los octavos de final de la Libertadores. Aunque son infinitas las historias que podrían caber en este perfil hay pocas ocasiones tan determinantes en la historia del club como la mañana luego de quedar afuera en que Licha reunió a sus compañeros y ladró. Sus palabras fueron las mismas que planteó en la conferencia de prensa: “Ahora tenemos la obligación de salir campeones. Con pelear o llegar a una instancia decisiva no alcanza”. Fue así: 17 gritos sobre la red justificaron cada punto y coma de aquella charla.

En ese torneo, contra Independiente, otra vez encandiló su llama. Apareció en el vestuario unos minutos más tarde que los compañeros por el retraso de la entrevista en el campo de juego. El lugar era un delirio. Entró y todo estalló: “Que de la mano de Licha López todos la vuelta vamos a dar”. Su corrida, gambeteando a Martín Campaña, sumada a su gol de penal y a cada estrofa de su oficio de crack para robar faltas, generar espacios y encontrar jugadas valían el cantito de los compañeros. Las redes sociales del club expusieron ese festejo. Al día siguiente llamó a Fabián Alves, jefe de prensa de plantel con quien mantiene una gran relación, para quejarse por haber publicado eso. Las imágenes no son algo de lo que disfruta Licha. De hecho, cada vez que terminan los encuentros a los futbolistas se les envían fotos para que las usen como quieran. Él, fastidioso, un día aclaró: “No me manden más eso que a mí no me interesa”. No es sólo su humildad lo que explica su accionar sino su manera de ver a internet: “Las redes son una herramienta espectacular de trabajo, de comunicación y de pelotudez”.

El título era un deseo incomensurable. Acaso su imagen en la cancha de Tigre, parado en la barrera, a minutos de consagrarse, tapándose los ojos para acomodarse las lágrimas, sea lo que grafica ese todo. “Dale, Viejo”, le decía Nery Domínguez, a su lado, pero no podía. Tan así fue que apenas terminó el partido fue corriendo al vestuario para poder festejar en la intimidad. Criterioso, decoroso y amable. Aunque su historial contra Independiente sea favorable, nunca se ocupó de enrostrarlo. “Comparto con Milito la filosofía de nunca gastar al rival”, advirtió no hace tanto, marcando una línea que quedará para siempre en el leitmotiv del nuevo Racing que ellos refundaron. Con Coudet y con Sebastián Beccacece sorprendió con un manual de bancas. Con el último entrenador, podía entrar a su oficina y discutir una hora sobre algo. Al salir, respaldaba cada palabra del conductor. Sin faltar ni una vez a los entrenamientos opcionales que se daban. 

Acaso sus gambetas de la primera etapa justifiquen el encandilamiento. O sus maneras de definir apliquen en el criterio de idolatría. O sus controles orientados hagan dudas de si el fútbol es un deporte o un arte. Lisandro López fue tan grande que a pesar de tener todo eso jugó de líder visible e invisible para mejorar la institución. Durante la pandemia, una tarde le escribió a Augusto Solari. El mediocampista venía de una rotura de ligamento, se le había sumado el parate y la ansiedad le comía la psiquis. Ya el capitán había admitido que su mayor miedo es a la soledad, que no es lo mismo que ser solitario. Redactó: “Estuve viendo un resumen del campeonato. Quería agradecerte tu compromiso en cada partido”. Los líderes no sólo llevan las cintas sino los pequeños detalles. 

En el caso del Licha, maestro y héroe, también lleva nuestra historia.

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(Racing Club)