Goleador de pura cepa y referente de un equipo que marcó época. Llegó desde Rosario y gracias a sus clásica costumbre convertir se ganó el cariño de las afición académica, que lo adoptó como a uno de sus ídolos. Fue tricampeón en el club y además ostenta el privilegio de ser uno de los que más tantos marcó con la casaca racinguista en toda la historia. Hoy la institución lo vuelve a recordar una vez más.
Nuestra historia no empezó ayer y por lo tanto merece ser contada. Para saber quién es uno y hacia dónde va uno es fundamental conocer su propia historia; en especial cuando es tan rica y gloriosa como la de Racing. Y nuestra institución, con 117 años de vida, posee un pasado repleto de gloria, que tuvo a lo largo de tantos años a símbolos que forjaron la identidad colectiva del club, que desataron el amor de multitudes y que le entregaron la grandeza de la que todavía hoy disfruta. Por eso, como homenaje respetuoso y como saludo eterno, se los recuerda en las fechas que ya les pertenecen. A los ídolos académicos, simplemente gracias.
El peinado para atrás y el bigote de época nunca le hacían perder perspectiva de su misión. Como todos: con dos piernas, dos brazos y dos ojos. Como pocos: con un arco pintado entre ceja y ceja. Rubén Bravo nació con la singularidad que lo volvió alguien que correteaba en los potreros de su Rosario natal y se destacaba por acertar delante del arquero rival sin importar en la cancha en donde lo pusieran. Por eso es que la rompió en Central durante cinco temporadas como sucesor de Gabino Sosa. Y por eso, también por eso, es que Racing puso los ojos en él y se lo trajo en 1946 junto a Héctor Ricardo y a Roberto Yebra. Pocos podían imaginar en ese momento el rédito futbolístico que traería el combo de tres jugadores que costaron alrededor de $220.000. Era cuestión de tiempo para que la inversión se transformara en gloria de esa que dura para siempre.
Rubén Norberto Bravo, nacido el 16 de noviembre de 1923 cerca del Río Paraná, acumuló méritos en su club de origen y arribó a Avellaneda con la idea de lograr que la Academia consiguiera el título local que se le venía negando desde 1925. No tardó mucho en volverse una referencia en el ataque porque, en sociedad con Norberto Méndez y con Llamil Simes, se sintió cómodo enseguida ante los arcos contrarios. Racing lo disfrutó en el campo y lo utilizó para alcanzar la gloria, de forma consecutiva, en 1949, en 1950 y en 1951. Ese equipo, el primero en ser tricampeón en el profesionalismo, fue una verdadera maravilla que se ganó merecidamente un lugar en las páginas más importantes del fútbol argentino.
Con la casaca celeste y blanca, disputó en total 149 partidos y convirtió 88 goles. Su debut ocurrió el 21 de abril de 1946 en un triunfo por 1 a 0 ante Lanús y su primer tanto lo marcó el 5 de mayo de ese mismo año en una victoria por 3 a 2 frente a Huracán. En el período en el que estuvo en la Academia, formó parte en reiteradas ocasiones del conjunto nacional por su gran rendimiento cerca del área adversaria. Se fue del club justo después de su última consagración. De hecho, su último encuentro fue el desempate ante Banfield, el 5 de diciembre de 1951, en el que Racing se impuso por 1 a 0 con un zapatazo bárbaro de Mario Boyé. Luego de su retiro, fue entrenador de la Primera División en 1962.
Bravo, nueve de aquellos, fenómeno del gol, falleció a los 52 años, el 24 de agosto de 1976, mientras dirigía a Talleres en una gira por Centroamérica. Su recuerdo, por supuesto, permanece intacto en la memoria de todos los que saben apreciar a los jugadores que dejan huella. Es por eso que hoy Racing Club vuelve a dejar bien en alto su figura, como él se encargó de hacerlo durante tanto tiempo gracias a sus goles eternos. Porque esa es la virtud de los ídolos: trascender al tiempo.
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(Racing Club)